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Pedro Lluch

FRANCIS BACON: UNA PINTURA EN GERUNDIO

Siento fascinación por la pintura de Francis Bacon. Me cuesta zafarme de su embrujo, y en él me solazo y me complazco.

La primera vez que me enfrenté a un cuadro de este pintor (porque uno no puede sólo ver el cuadro: ha de vivirlo, enfrentarlo, confrontarlo) fue en una exposición en La Pedrera de Barcelona dedicada a la (mal llamada) escuela de Londres. Anda el catálogo en casa, y recuerdo que descubrí entonces a Freud y a Bacon.

De Freud me llamó la atención la carnalidad, la densidad de la carne de sus modelos: me sedujeron sus retratos un tanto probóscidos de gente gruesa, en poses grávidas de pereza, de tiempo detenido. Recuerdo perfectamente a una mujer sentada en un acceso a una buhardilla y el dedo gordo de su pie, en escorzo gruesamente pintado.

Y junto a Freud descubrí a Bacon.

¿Qué causa la fascinación en la pintura baconiana? O mejor: ¿por qué no empezamos a discernir qué cosa es “fascinación”?

Digo fascinación porque no es una relación de amor-odio entre su pintura y yo, no. No lo odio, ni me atrevo a amarlo. Fascinación conviene más como descripción de lo que siento por ser voz que deriva del miedo que las fascia causaban. Son estas las “hachas” usadas por los lictores romanos, que los fascistas italianos (de ahí derivaron su nombre) usaron como emblema. Las fascii causaban terror: eran expresión del poder, y más aún: del poder en ejercicio, pues eran ellos, los lictores romanos, quienes ejecutaban las sentencias que emanaban del poder.

Fascinación es por tanto, a pesar de la definición del diccionario, una fijación (o un “enganche”, según diría mi psicoterapeuta) al poderío en su sentido más lato. Por ello causa fascinación el sexo, por ejemplo. Por eso atrae. El poder del sexo, de sus inacabables ligazones, de sus insondables simas de placer y de dolor que puede conllevar. Pascal Quignard ha bien desarrollado el tema en Le sexe et l’effroi, y a él remito a quien quisiera ahondar.

¿Y qué me engancha en la pintura de Bacon?

Su pintura no es figurativa del todo, ni abstracta. Es una combinación de ambas. Es, sobre todo, una pintura que procede a una singularización extrema de la realidad, y uso el término singularización como la “ostranenie” definida por el formalismo ruso. Pintando figuras y objetos reconocibles (hombres, caras, bombillas colgando de un hilo del techo, pontífices, lavabos y wáteres, banqueros, puertas, personajes con paragua) en un contexto no definido en sus referencias pero perfectamente delimitado en sus geometrías espaciales (típicamente en los trípticos: una base oval sobre-elevada, de colores fuertes, donde están las figuras, contra un fondo sin perspectivas, monócromo; también, en este sentido, uso de los marcos en forma de jaula, de estructura que, aunque transparente, encierra al objeto) logra bacon unos cuadros que derraman poderío. Es a mi parecer el segundo mejor pintor del siglo XX tras Picasso.

Y obsérvense las figuras mismas: hombres y mujeres como en movimiento, como pintados cambiando de posición: una pierna que está y no está, un torso que parece pintado en el movimiento de girarse, mostrando el lateral y las vértebras a la vez, como si fueran fotos movidas, donde los miembros se lían, se solapan y subsumen en una confusión de detalle que, paradójicamente, muestra a las claras el conjunto (aunque “a las claras” sean muñones, caras horrorizadas, vísceras, huesos), donde los colores se embarran y confunden; y todo ello sin hacer desaparecer la singularidad del retratado (véanse, por ejemplo, los autoretratos que pintó: sus amplias mejillas, a pesar de la distorsión, sus ojillos un tanto porcinos, están siempre ahí, reconocibles como su peinado rebelde, así en la pintura como en las fotografías).

Una pintura, pues, en movimiento, en gerundio: uno, al enfrentarse a ella, siempre cree que está pasando algo. O que algo muy importante ha pasado, acaba de pasar, o está por ocurrir.

La fascinación, sin embargo, y en lo que a mí concierne, proviene de que, así pintadas las cosas/personas/ambientes, sin embargo el espectador queda insatisfecho. En efecto, el observador ante un cuadro de Bacon, o frente a uno de sus trípticos, queda sin saciar su curiosidad. Nada ocurre, nada ha ocurrido. Nada ocurrirá. A pesar del monstruo cuellilargo y su mordisco en ciernes, a pesar del torturado de sus crucifixiones, a pesar de la jeringuilla en un brazo, a pesar de las turbadora retorsión de un cuerpo sobre si mismo en un WC hundiéndose, o de la angustia de un papa encerrado en una cabina… nada, no pasa nada. Simplemente está todo lo pintado ahí, sin más. Simplemente: no hay conjetura, no hay historia.

Hay únicamente una singular manera de ver y de poner delante del espectador escenas que conmueven sin aclarar sus razones. Parece decirnos el artista: “Esto es lo que hay; y tú lo estás viendo”. Mediante el procedimiento de delimitar la tarima oval frente al espectador, logra Bacon meternos en sus pinturas: todo el esfuerzo artístico por deslindar, alejar, higienizar en cierto modo, al objeto (con su desnudez, su aislamiento, las jaulas transparentes...) se complementa con esta inclusión del espectador en las grandes pinturas: nada en ellas nos es ajeno. Y sin embargo no las entendemos.

Quizás porque nada haya que entender. Y de ahí su fascinación. Al menos la mía.

Pedro Lluch, 5 de enero de 2009