ARTÍCULOS

Pedro Lluch

FRANCIS BACON: PINTURA Y VIOLENCIA

Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,
las palabras entonces no sirven, son palabras.

Rafael Alberti, Nocturno

 

Sufre sin sueño y por la sangre el artista, y desangra su angustia en goterones espesos. Sufre insomne y desangra rabias en cada brochazo, en cada vericueto del color se pierde él, por entero y por completo, y en cada turbio tejemaneje del trazo se descubre, se desvela y se desnuda y se desolla en silencio y roto reaparece, recompuesto, algo artificioso a veces, siempre implacable en el desgarro.

Francis Bacon es el pintor de la violencia. Pinta violencias inexplicables, y se acerca a lo inefable del misticismo con crucifixiones que planta ante el observador sin que este logre desentrañar lo que, desentrañado, ha expuesto ante él el pintor: nudos de vísceras, tendones, fáscies, músculos, huesos, sombras deshechas de pieles arrugadas, retorcidos miembros que en otros miembros se disuelven, torsos abiertos, cajas torácicas, sexos y caras deformadas por la virulencia de la acción, como en algunas fotogtrafías movidas que, aun dando razón y verdad de lo retratado, deforman las líneas y las estiran hasta el paroxismo de la verdad que sólo el artista sabe mostrar. Y en equilibrio (a menudo inestable) con los motivos centrales y descarnados se muestran unos personajes que podrían ser prototípicos agentes de la Gestapo, o banqueros anónimos, o personajes mudos que pasan por ahí. Y nosotros, con ellos (con estos personajes auxiliares), somos mirones de la ruina, del deshecho, de la escoria, de los restos, del pecio que es un cuerpo desmembrado. Y con su misma indiferencia, con su misma distancia (y con un vidrio siempre interpuesto, según deseo expreso del artista, entre el mirón y la pintura), observamos.

Las estructuras que suelen articular sus cuadros (perchas, perspectivas inconclusas, estrados, cabinas, puertas que se abren a fondos oscuros…) nos engloban, nos incluyen. Quien se planta frente a un gran tríptico de Bacon se enraíza en el cuadro y deviene personaje, cómplice y a menudo víctima incapaz de librarse del oprobio de estar impotente frente a la barbarie. Ante el manchón monócromo y de cromatismos extremos con que Bacon tiñe sus fondos sin referencia, frente a la incomprensión que los amasijos de vísceras provocan, esos brazos que crecen donde no deben, pies y piernas que se estiran sin reparos, mejillas infladas, mechones de pelo fuera de su sitio o bocas aullantes que jamás cesan en su grito, el espectador se encoge pasmado.

Fotos de sesos sobre el bruñido inoxidable de una camilla de forense, manchada de sangre, mortajas cenicientas. Es el Jeque Yassín, uno de los líderes de Hamás, inválido y ciego cuando, hace unos años, un misil israelí reventó su coche y su cráneo. Los diarios cairotas mostraban la cabeza abierta del viejo en la morgue. En un recuadro se mostraba también el retorcido dolor de radios y manijas a que se reducía la silla de ruedas del anciano. La rueda dibujaba un símbolo de infinito. La foto grande, a todo color, en portada de uno de los periódicos, la vi en un mostrador del lujoso hotel Marriott de El Cairo. Un conserje instruía a una turista recién desembarcada sobre cómo llegar al Museo Egipcio. El cadaver de Yassín en primer plano descansaba en la foto, con sus sesos blanquecinos, sus cabellos enfangados en coagulones de sangre, junto a la turista indiferente.

A menudo este contraste entre la ociosa turista y el servicial bedel junto al cadáver del jeque se me hace presente si estoy frente a los cuadros de bacon. Sólo él parece haberse atrevido a fijar en Arte la horrible verdad de nuestros días.

Acaso marcado por el estruendo de las V1 y V2 alemanes que caían sobre el Londres del black-out que él conoció durante la Segunda Guerra Mundial, quizás torturado por la violencia de sus sentimientos, de sus angustias, de sus mudables querencias, el pintor plasma en vertical una violencia descarnada y sin aditamentos aparentes (aunque no se nos escape la gran carga de cultura gráfica que traslucen sus modelos). Y el espectador la sufre.

Pedro Lluch, 4 de febrero de 2009