A FONDO


TRAZO DE TIZA

Miguelanxo Prado
Norma Ediorial, 2007, Barcelona
84 páginas

¿Qué se puede esperar de una historieta? Tal vez muy poco. Tal vez unas cuantas viñetas por las que dejar volar la imaginación, un cuento ilustrado, una historia con principio, medio y fin, que empiece en la primera página y acabe en la última. ¿Por qué, entonces, cuando lees Trazo de Tiza tienes la sensación de que hay algo detrás? ¿Por qué cuando lo acabas tienes que volver a empezar de nuevo por la primera página? ¿Por qué la historia, la verdadera historia, es aquello que sucede entre la última página y la primera? Pues precisamente porque esto no es una historieta. Y no es una historieta, a la manera de la pipa de Magritte, sin dejar en ningún momento de ser una historieta. Los personajes atraviesan con su contundencia pastel el mundo difuso de un islote casi abandonado en medio del océano. Los capítulos se suceden unos a otros descubriendo al lector nuevos colores cada vez. Cuando todo parecía conocido, cuando todo era azul o verde, claro u oscuro, aparece el color arena, la intimidad de un color naranja sombreado en rojo, el milagro de un violeta casi imposible. Sí, los colores ya nos cuentan la historia, así que se puede leer Trazo de Tiza sin atender a una sola de sus palabras, simplemente dejando que la sucesión de colores haga efecto dentro del corriente sanguíneo.

Sobre todos ellos, reinando sobre la gama de colores que utiliza Miguelanxo Prado en esta historieta que dice de sí misma “yo no soy una historieta”, hay uno que brilla sobre todos los demás: el blanco. El blanco para los pintores es la ausencia de color. Para Prado, y también para sus cómplices lectores, el blanco es el destello de magia que se superpone a lo real. Lector, ¿crees en la magia? ¿crees que es posible que lo insólito suceda? Porque si no lo crees, si no estás dispuesto a naufragar junto a Raúl y asumir unas nuevas reglas para un nuevo mundo… si no eres capaz de ver que el blanco siempre brilla más, entonces más vale que no abras este libro. No es un libro fácil de aceptar, no es una historia con final feliz. La gaviota con el cuello atravesado por un alfiler que duerme en la portada te tiene que dejar meridianamente claro que te vas a encontrar con una historia cruda y hasta cruel.

Las gaviotas sobrevuelan la tierra y el mar y –quien vive en la costa lo sabe– , son el nexo de unión entre ambos elementos. Por eso la gaviota Lucas aparece en primer plano mientras observamos a Raúl, al humano, al pobre imbécil, desenfocado junto al mostrador de la fonda de Sara. Por eso la primera vez que Raúl repara en la gaviota, Lucas está posado sobre la ventana, justo en el límite entre dos mundos, sin vivir ninguno pero mirando con un ojo hacia el mundo de fuera y hacia el mundo de dentro. La historia de Raúl se desarrolla en interiores y exteriores, pero la historia de la gaviota, la historia de Lucas, la historia del lector que cree en el blanco y abre este libro, se desarrolla entre lo interior y lo exterior y sobrevuela ambos sin llegar a decantarse por ninguno de ellos. Habrá que aceptar la vida como es, unas veces absurda y otras veces obvia hasta la náusea.

El límite es a veces muy pequeño. El límite entre lo real y lo imaginario, entre el deseo y la realidad, entre lo vacío y lo lleno de significado, es diminuto. Es un islote en medio del océano, con un largo dique blanco, una posada con una madre y un hijo como únicos habitantes y un faro abandonado. El límite divide el océano, como si el océano se pudiera dividir, como si fuera posible dividir lo idéntico. Es esta autoconciencia de límite que tiene el islote la que lo dota de sentido, la que hace que el sentido pese como una losa sobre cada uno de los personajes que coinciden, en un lugar incierto del tiempo y del espacio, en esa isla de Nunca Jamás, en ese asteroide sobre el que los baobabs de lo humano se apoderan del espacio.

A Miguelanxo Prado le gusta sugerir. Por si no había quedado suficientemente claro con Trazo de Tiza, cinco años después la película de animación De Profundis no dejará lugar a dudas. Un tipo que vive junto al mar no puede sustraerse a la belleza amorfa de lo líquido, y De Profundis tampoco es, como la pipa de Magritte, una película. No es una película porque las historias bajo el mar no pueden ser contadas con el lenguaje organizado y quieto que tenemos en tierra. No es una película porque quien la vea como una película, y más aún quien la vea como una “película de dibujos animados” se aburrirá –literalmente– como una ostra. De Profundis te introduce dentro del mar y es preciso aguantar la respiración para poder vivir ahí. Trazo de Tiza te deja bailando en el límite y vas a tener que hacer equilibrios. Eso sí, te coloca una gaviota al lado para que te haga compañía, para que alguien pueda entenderte, porque Raúl necesita, más que ninguna otra cosa en el mundo, comprender y ser comprendido. Y esto, amigo, no es tan sencillo. Mucho menos aún en un mundo al límite, en el mundo que aparece tras los naufragios, en los refugios ficcionales del hombre.

Las historias tienen la capacidad de sugererir otras historias. Una historia, una Historia con mayúsculas, no se queda en un viaje, un entretenimiento, un reposo, sino que arraiga como un prisma simbólico a través del cual observar al mundo para que se llene de colores. Trazo de Tiza está plagado de citas. Citas de grandes escritores como Borges y de pequeños escritores como Armand Silas, una cita de Tabucci citando a Chateaubriand (“es una frívola temeridad citar sin conocer las fuentes”), y citas a medio camino entre la realidad y la ficción, en el dique blanco que separa ambas orillas, que son por un lado las citas del diario que escribe Ana para tratar de entender la isla y todo lo que en ella sucede, aunque este entendimiento la aleja una y otra vez de la vida, de las demás personas y hasta de sí misma, y por otro lado las citas de un editor y un crítico literario, mediadores torpes entre una obra y su público, seres obsesionados con no naufragar en la marea del sentido, cuando naufragar es la única manera de adentrarse en la literatura (porque, ahora se puede decir, este cómic, esta historieta, es también literatura) y dejarse asombrar por ella.

A Trazo de Tiza no se puede entrar esperando nada, tienes que entrar solo, perdido, serio como uno se pone serio delante de lo insólito. Se tiene que leer como se leen las frases escritas en las paredes o en las puertas de dentro de los baños. Imaginar todas lash istorias que esas frases contienen, los destinos entrecruzares, los amores grandes o pequeños, los rencores, los deseos frustrados y los deseos satisfechos. Todo. Es entonces, cuando se leen las humildes frases de las paredes como si fueran las mismísimas Tablas de Moisés, como si de una ley divina se tratase, cuando los destinos del ser humano se alejan de la uniformidad y resaltan, individuales y necesarios, sobre un fondo imponente. Cada cuerpo tiene una línea, un trazo de pastel, que lo separa de su contexto y lo deja en el espacio, tan fino como un papel de fumar, que separa al ser humano de su propio destino. Los grafiteros llaman a este trazo powerline, y es exactamente eso, la línea de poder, la línea mágica que empodera al personaje y lo vuelve tan inquietante como necesario. Ese trazo es aquello que no se ve a simple vista pero, una vez reparamos en ello, no puedes dejar de mirarlo, de dejarte arrebatar por lo asombroso, lo mágico, lo que te deja suspenso por un instante en el borde del abismo.

Esta isla, este lugar en medio de la nada, pero que contiene todo lo necesario, es el único lugar del mundo en donde Corto Maltés podría vivir. Es el único trozo de tierra en donde podría quedarse para siempre quien sólo sabe viajar de un lado a otro. Es una isla perdida, con un faro que no funciona y un niño cruel y una mujer desesperadamente sola, el único lugar habitable de todo el planeta.

Así que lo mejor es no esperar nada de la historieta, llegar a ella como se llega a un refugio, amarrar el barco de la razón y volar de un lado a otro como una gaviota. Y después, cuando ya no puedas soportarlo más, cuando la cobardía o la desesperación o la vergüenza te digan que ya es suficiente, volver a subirte a tu barco, volver a navegar. Abandonar la isla. Pero tienes que ser consciente de que no te será fácil regresar, de que todo cambia una vez que lo abandonado y que habría que ser demasiado valiente para quedarse a vivir allí. Habría que ser una mujer sola, un niño cruel, un ser que acepta la vida y la muerte con total naturalidad. Habría que ser Corto Maltés para reconocer que tu hogar está con ellos.

Sibisse, 10 de Junio de 2009

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