A FONDO


Valle-Inclán, la hidalguía modernista

Más allá de modernismos o noventayochismos, Valle fue sobre todo un bohemio, un excéntrico amante de la belleza. La amplitud de su obra (prosa) y su condición de padre del esperpento (teatro), hacen difícil su encasillamiento dentro de un movimiento literario.

Deudora del maestro nicaragüense, su prosa más joven evoca un universo rítmico del que no existían precedentes en castellano (salvo en la poesía de Darío), reivindicando la utilización de las estrictas normas del lenguaje y la puntuación como arma estilística. Este modernismo “musical” valleinclanesco adoptó la forma de cuentos y novelas cortas, de las que las Sonatas (1902-1905) son merecido colofón. Sin embargo, con la publicación en 1907 de las Comedias Bárbaras, Valle comienza a alejarse de la rebeldía modernista, adelgazando su prosa y acercando su temática al espíritu crítico del 98.

Las Sonatas, indiscutibles nouvelles que relatan cuatro anécdotas donjuanescas a lo largo de la vida (primavera-verano-otoño-invierno) de un hidalgo decadente, tuvieron una gestación atípica que se inició en 1901 con la publicación de un ¿Cuento de amor? en “La Correspondencia de España”. De este relato surgirían los personajes que dieron vida a las Sonatas.

Pese a ser cronológicamente la penúltima, la segunda entrega de las Memorias Amables del Marqués de Bradomín fue denostada como la más “resabiada e ingenua” por unos y alabada como la más “tierna y sutil” por otros, según el entusiasmo que despertase el joven Valle-Inclán entre los críticos hispanos. Basada, como el resto de la tetralogía, en un cuento anterior (¡Fue Satanás!), lo cierto es que esta Sonata de primavera se nos ofrece con mansedumbre recoleta, reproduciendo en su estilo el ardor modernista: todo un lujo de ritmos y refinamientos del lenguaje que son un deleite para el lector. Esta prosa primaveral es el cuidado artificio del que se sirve Valle para representar estilísticamente el ideal clásico de enamoramiento platónico.

Parodiando las novelitas amorosas de corte italiano, el anciano Marqués nos narra en clave nostálgica la primera de sus hazañas: una trágico-cómica aventurilla casanovesca de adolescentes. No le interesa a Valle-Inclán la psicología de su protagonista, sino la recreación pictórica y escenográfica de un mundo cortesano muy respetuoso con las formas (al igual que lo será Valle con su estilo) y celoso de la tradición hidalga española. Para lograr esta recreación, nos dibuja una serie de breves piezas musicales, una armoniosa cadencia de escenas cortas que componen la historia.

Valle-Inclán se nos presenta ya como un prosista maduro, hábil en el manejo del ritmo narrativo: largas y preciosistas descripciones que nos introducen en la recargada atmósfera de la rancia nobleza italiana, y que irán aligerándose imperceptiblemente hasta transformarse en rápidas pinceladas que nos precipitan hasta el brusco desenlace final. Una historia que nos recuerda vagamente la temática amor-terror poetiana: una cadena de muerte y locura que se desarrolla entre los muros de un palacio “encantado”, princesas incluidas. Una prosa alambicada hasta la auto-parodia que nos sorprende por su temerario encaje de bolillos: tan pronto nos empieza a parecer que lo que estamos leyendo no es más que un pastiche, cuando nos damos cuenta de el ritmo ya ha cambiado y nos encontramos de nuevo disfrutando de un delicioso exceso de elegancia espiritual y refinamiento decadentista, rebuscado, sutil.

Con Valle-Inclán recuperamos al fin la Literatura que precisa de diccionarios, que nos obliga a ser cultos para adentrarnos en su universo personalísimo y musical, en lo que hoy denominamos, con envidiosa jocosidad, un clásico.

0rugonauta, 22 de Junio de 2008

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